A pesar de lo manifestado en los asépticos y pretendidamente académicos –cualidades sospechosamente vinculadas– análisis de numerosos intelectuales de la izquierda europea contemporánea, lo que se produce a partir del año 1492 está muy lejos de representar un simple y ramplón «choque de culturas». Muy al contrario, nos encontramos ante los inicios de la consolidación y mundialización de una férrea jerarquía civilizatoria que sitúa la identidad europea, en aquellos momentos sumida en el que será el proceso clave de homogeneización simbólica y militar que desemboca en el imperialismo occidental moderno, sobre las otras.
Interrogar con honestidad al siglo XVI es descubrir que el racismo está lejos de ser una ideología funcional al capitalismo tardío, sino que se trata de una dimensión estructural de la modernidad occidental sin la cual el capitalismo temprano es absolutamente inexplicable. Tal y como Cedric J. Robinson demostrara meridianamente en el histórico Black Marxism. The making of the black radical tradition, la teoría crítica occidental ha olvidado con frecuencia indolente el carácter racial del capitalismo. Pero las nuevas formas de subalternización de la diferencia, entre otros factores, puestas en marcha a partir de 1492 conformarán un principio organizador de aquello que Marx, en los capítulos XXIV y XXV del primer tomo de El Capital, llama «acumulación primitiva u originaria del capital». Tal y como este último mismo escribió:
"El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, la cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros: son todos hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista" (Marx: 1998: 461).
Sin embargo, ¿cómo interrogar a 1492? Generalmente situamos el foco de atención sobre lo que 1492 destruye: la Conquista de Al Ándalus, la destrucción del reino nazarí y la expulsión de los judíos llevada a cabo el 2 de enero de 1492; la colonización y encubrimiento de Abya Yala y el inicio del genocidio contra los pueblos originarios propiciado a partir del 12 de octubre de 1492. Siete años después, en 1499, se promulga la pragmática que iniciará 479 años de legislación antigitana en el Estado español. El 14 de febrero de 1502, sólo tres años después de 1499, se promulga la primera pragmática para la conversión forzosa de los moriscos que culminará con su pretendida expulsión definitiva el 22 de septiembre de 1609. Es a lo largo de esta época, según los exhaustivos estudios de Silvia Federicci, cuando comenzó a aumentar la cantidad de mujeres juzgadas como brujas, así como la persecución pasó de la Inquisición a formar parte de las cortes seculares. Fue también durante mediados del siglo XVI que los debates entre Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas en torno a la existencia o no del alma india y africana desembocaron en el inicio del comercio transatlántico de personas africanas secuestradas y esclavizadas a través de cuya fuerza de trabajo se construye el Occidente moderno. Se trata del «Maafa» en swahili, término acuñado por Marimba Ani, antropóloga y profesora del departamento de estudios africanos y puertorriqueños del Hunter College de Nueva York, para denominar el holocausto africano iniciado con la esclavitud.
Las acusaciones vertidas desde la historiografía eurocéntrica en torno a la supuesta “condensación” de los hechos retratados a partir de 1492 deberían ser puestas bajo la lupa del análisis crítico del discurso. ¿Ante qué se reacciona? Qué se violenta y cuestiona realmente al sacar a la luz lo sucedido a partir de entonces? ¿Qué supone 1492 en una dimensión psicosocial, política, económica, cultural, sexual y de género, epistémica, espiritual, para la propia Europa?
Colonialidad interna
1492 no es una simple fecha simbólica. Nos encontramos ante un momento muy particular que sienta las bases de un nuevo proyecto civilizatorio dotado de una capacidad de violencia sin precedentes: Europa. Europa (EE UU es la consecuencia fundamental de Europa) no es un continente; es un proyecto civilizatorio creado en base al genocidio, al epistemicidio, la explotación y el extractivismo. Formas de vivir y de morir; formas de soñar y de concebir lo trascendente; formas de respirar, de crear, de amar y también de destruir fueron sometidas al exterminio y fueron sistemáticamente ninguneadas para que esa Europa fundamentalista fuese posible. Es evidente que al situar el discurso en estos términos, muchos ciudadanos que se consideran europeos se sentirán agredidos, atacados. Nos dicen que estamos exagerando, que “ellos” no son “culpables”. “Ellos” no se sienten parte de esa Europa, creen en otra, la Europa del anticapitalismo, del socialismo honesto en todas sus vertientes, la Europa del feminismo, de las luchas ecologistas; la Europa de la solidaridad y los pueblos.
Hay que hacer hincapié en esto, no pretendemos culpar a las personas, sino confrontar un relato que no ha sido cuestionado con la determinación adecuada. En base a la realidad material y epistémica de ese relato se sustentan importantes privilegios; en base a dichos privilegios se construyen opresiones; tales opresiones desembocan en sufrimiento, dolor, mutilación y muerte allá donde residen las vidas humanas que no merecen ser vividas. Algunos militantes europeos se apresuran a advertir que “aquí” también existe la opresión, y es cierto, existe. Advierten que “aquí” también se pone en marcha la violencia; que las masas empobrecidas en el campo y en la urbe, que su vida también es puesta en peligro, despreciada, condenada a parasitar la supervivencia y resistir, y es cierto, todo ello ocurre.
Nos recuerdan que ese “Sur” no es una sencilla categoría geográfica sino una categoría simbólica que sirve como metáfora de la opresión cultural, la colonización de la diferencia, el heteropatriarcado, la destrucción de la naturaleza y que, tal y como afirmara Boaventura de Sousa Santos, hay un Sur dentro del Norte. Efectivamente, existen oprimidos y oprimidas dentro del Norte. Nos recuerdan todo ello, ya que, nosotras, comunidades racializadas, comunidades migrantes, no lo sabemos. Ellos aceptan la lucha decolonial en América, en África; la lucha antirracista en EE UU; es decir, mientras más lejos, mejor. No osbtante, aquí, en su propio hogar, la lucha decolonial es peligrosa, es esencialista.
¿De qué hablan esos militantes europeos al pensar en el Sur interior al Norte? ¿Hablan de los gitanos y los moros, que representan la colonialidad interna de larga duración en el interior del imperio español a partir de 1492? España se fraguó no solo hacia el exterior, sino realizando una gran operación de higiene racial interna. Los intentos constantes de genocidio y epistemicidio contra los gitanos, la maquinaria de control y asedio, la conversión forzosa de los moriscos y su expulsión, ¿alguno de dichos procesos forman parte de las reflexiones de esas voces decoloniales que tanto temen aceptar su lugar en el retorcido esquema de las jerarquías raciales? Y sus descendientes, ¿es su situación un lugar digno desde el que pensar y sentir para la construcción de ese pensamiento decolonial en el interior?
¿Hablan de los migrantes y sus hijos en territorio europeo, asediados por el sistema de control migratorio también en el interior? ¿De la persecución policial y los guetos racializados, del desprecio racista en las instituciones? No. Se trata entonces de una lucha identitaria, de una lucha enferma; de una maniobra de egos dolidos. Nosotros no negamos la opresión en el interior del Norte porque nuestra gente la sufre en su cotidianidad, por eso no podemos aceptar que se juegue de forma deshonesta con el verdadero lugar que ocupan nuestras respectivas comunidades. No le hace falta al andaluz honesto compararse con los indígenas de las Américas para legitimar su lucha; no le es necesario al vasco, al catalán, al gallego honesto compararse con los afrodescendientes, con los palestinos, con los saharauis para visibilizar su realidad.
De hecho, cada vez que cometen el error de compararse con dichas identidades perjudican a las comunidades racializadas con las que comparten territorio. Cada vez que lo hacen –y lo hacen demasiado a menudo– contribuyen a invisibilizar el racismo que nuestras comunidades sufren en sus propios territorios; en sus propias ciudades; en sus propios vecindarios. Y lo más importante: solidifican y niegan los privilegios raciales de los que ellos mismos son garantes, quieran o no. En lugar de explicitarlos los velan; en lugar de cuestionarlos los reafirman a través de su soberbia identitaria.
El papel de la izquierda
A menudo, muchas personas blancas honestas vinculadas a las luchas anticapitalistas, feministas, antifascistas preguntan cuál es su papel en el proyecto antirracista. La pregunta les honra, ya que la mayoría de los componentes de ese complejo bloque de militantes que conocemos como “izquierda blanca” toman automáticamente el lugar del liderazgo. Al igual que la inmensa mayoría de los hombres que decidimos involucrarnos en la lucha contra el patriarcado, la mayoría de las personas no racializadas se apresura a escapar neuróticamente de su blanquitud sin aceptarla. Aceptar la blanquitud no es reconocerse en una identidad racial esencial, sino asumir los complejos privilegios que se obtienen al ser social y culturalmente situado, se quiera o no, en la cúspide de la jerarquía racial existente.
No hay colaboración posible si no se comienza por reflexionar sobre los privilegios reales de los que se goza por el hecho de no ser una persona racializada. En segundo lugar, es necesario reconocer hasta qué punto se está dispuesto a poner en juego dichos privilegios. No hay forma menos arriesgada de cuestionar y renunciar a los privilegios raciales que pretendiendo involucrarse en iniciativas decoloniales y reaccionando ante la sana y legítima voluntad de liderar su propia batalla manifestada por lo sujetos racializados. Por desgracia, muchos de los que creíamos nuestros compañeros se desenmascaran rápidamente a través de tales maniobras. Cuando la energía y el tiempo dedicados al supuesto fortalecimiento de su perspectiva “decolonial” se diluye en una rabieta constante con los propios sujetos racializados, en una guerra identitaria constante, algo no marcha bien. De hecho, es entonces cuando lo “decolonial” se convierte en una forma de revestir los propios privilegios, de actuarlos en lugar de renunciar a ellos.
Los no racializados se abrazan a sus privilegios raciales con la misma fuerza e ímpetu que las clases acomodadas se agarran a sus privilegios de clase y los hombres heterosexuales a sus privilegios sexuales y de género. Desde el pensamiento antirracista necesitamos seguir ofreciendo estos ejemplos, realizando estas comparaciones para que se nos entienda adecuadamente y no se nos acuse de ser “antiblancos”. Así bien, no hay mejor manera de involucrarse en la lucha decolonial que cuestionando políticamente –es decir tanto en privado como en público– el propio racismo, aceptando el lugar que socialmente se ocupa. Las personas blancas honestas pueden crear colectivos de formación y de apoyo; pueden cuestionar abiertamente la usurpación de los dicsursos, el fortalecimiento y silenciamiento del racismo en los territorios que ocupan, en los movimientos de los que forman parte; poner en crisis el racismo de la izquierda eurocéntrica desde su propio seno.
Si hemos de encontrarnos será desde “ahí”, desde la honestidad que no deja de interrogar e interrogarse; recuperando con urgencia esa capacidad de autocrítica que el fundamentalismo eurocéntrico roba a aquellos que no tienen el valor de preguntarse a sí mismos ¿qué han hecho de nosotros los siglos?