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Análisis y propuestas para una transformación democrática

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24 de Feb 2016
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La editorial Traficantes de Sueños publicará este año un recopilatorio sobre cuidados colectivos y comunitarios editado por Cristina Vega, Raquel Martínez y Myriam Paredes. En este texto, Vega realiza unos primeros apuntes sobre las cuestiones a las que se enfrentará el libro.

Cristina Vega, Integrante de la Revista Feminista ecuatoriana Flor del Guanto.
 

La privatización del cuidado

Existe, lo sabemos por propia experiencia, un nivel en el que se cuida que no es exactamente el de la familia (nuclear), que no es el de los servicios que proporciona el Estado -de salud, de educación, centros de día, servicios domiciliarios, etc.-, y que no es el de los que compramos en el mercado. Es el comunitario: redes cooperativas más o menos estables e instituidas que generan iniciativas de apoyo para atender a las personas en la vida cotidiana. Habitualmente se entretejen con la familia y con distintas instancias y modalidades de atención pública, privada o particular. Cada vez es más común la activación de colectivos de apoyo, muchos con base territorial, para apoyar en la enfermedad, la vejez y, en algunos casos, como soporte en el cuidado cotidiano.

Lo comunitario, en realidad, era primero en la medida en que históricamente proporcionaba estructuras de apoyo ante contingencias de la vida, tanto en espacios rurales como en los nuevos contextos urbanos que nacieron con el desarrollo industrial. En Europa y en el llamado Nuevo Mundo, las formas de familia con parentela extensa y allegados y las propias estructuras habitacionales así lo atestiguan. Cuidados y apoyos eran brindados en espacios y lógicas múltiples. Esto ocurría tanto para las élites del Antiguo Régimen y las colonias, que habilitaban casas grandes para familia, siervos y acogidos, como para las comunidades rurales libres y el naciente proletariado urbano, para quienes era común la cohabitación y la cooperación en aspectos como la crianza, la alimentación o la atención a viejos, enfermos y desamparados. Tal y como nos cuentan las historiadoras, mucho antes de que se habilitaran servicios por parte de los Estados liberales, existía una institucionalidad multidimensional que, junto a la familia extendida, asistía a los pobres generando modalidades de ayuda social vinculadas a instancias públicas (locales y estatales), privadas (obras pías, parroquias, instituciones eclasiásticas y monásticas), Ayuda Mutua (gremios, cofradías, sindicatos, etc.), Ayuda Particular (fundaciones privadas, patronatos, cajas de ahorro) y sistemas informales (parentela, vecindad, compañerismo)1. La economía moral que las animaba acabó chocando con el espíritu capitalista.

El desarrollo del capitalismo, como bien explica Silvia Federici2, no sólo implicó la expropiación y creciente dependencia del salario, sino también la crisis de estas modalidades de solidaridad tradicional y su progresiva sustitución por el modelo liberal que comprendía el riesgo como un problema individual que debía privatizarse para ser manejado por las mujeres en familias cada vez más pequeñas y especializadas. Se trata del célebre patriarcado del salario con su propia división sexual del trabajo. Tal y como narran algunos autores, las nuevas instituciones de asistencia, más inclinadas hacia el encierro, la moralización y la miniaturización del riesgo, cumplieron un papel determinante: permitieron limpiar las ciudades, ordenar las clases, normalizar las familias y dividir el trabajo entre los sexos3. Sostener el ciclo de vida fue, cada vez más, una atribución de los hogares y las mujeres en su seno de acuerdo a un nuevo régimen internado. En virtud de las necesidades de movilidad que demandaba el mercado de trabajo, se hizo entonces depender a pobres y sin allegados de instituciones cada vez más desancladas de los contextos locales. Cuando la individualización ante las contingencias de la vida se hizo en exceso peligrosa, el Estado liberal optó por asumir algunas atribuciones reproductivas con el fin de frenar los problemas de orden público. Ya en el s. XIX aparecía bien instalada la lógica de la dependencia y los dependientes de la que hablan Nancy Fraser y Linda Gordon4. Esta vino a asociarse con la estigmatización y la criminalización de ciertos grupos de asistidos.

El keynesianismo en Europa supuso un impulso novedoso hacia la responsabilidad pública ante la reproducción en un momento de crecimiento. Así emergió el temprano Estado providencia y después el de bienestar, que en ningún caso cuestionó que fuera la familia la primera y última instancia encargada del cuidado. Las luchas obreras y campesinas y la transformación de mutualidades autogestionadas en derechos universales fue sin duda un aporte decisivo a la constitución del nuevo vínculo entre Estado, bienestar y ciudadanía. En todo caso, el cuidado quedó más bien en los márgenes de estos nuevos sistemas, que combinaban redistribución, provisión y maternalismo.

Fotografía Chema Cebellón

Fotografía Chema Cebellón

Desde finales de los 70, el desarrollo deficitario de este modelo, junto a las ofensivas neoliberales, implicaron nuevas respuestas privadas, de ONGs y solidaridades informales, alcanzando algunas cierta institucionalidad de base a lo largo de los 80 y 90, especialmente en países donde la desprotección fue más severa. Los sistemas de ollas comunes, madres comunitarias, trueque, circulación de niñas y niños y regreso de la caridad fueron algunas iniciativas ante la sobrecarga femenina que entrañaron las políticas de ajuste en lugares como América Latina5. Desde mediados de los 2000, los habitantes del sur de Europa también han comenzado a habilitar infraestructuras y recursos alternativos y paralelos ante los recortes en servicios y la restricción del gasto público y su redireccionamiento hacia el pago de la deuda. En un contexto en el que se pugnaba por la expansión del bienestar para incorporar la atención a las personas en sistemas integrados de cuidado, se vuelve a desnaturalizar la idea de que el Estado debe garantizar la atención en campos básicos como la salud y la educación. Los cuidados han quedado nuevamente a la zaga cuando no han retrocedido respecto a lo avanzado. En todo caso, junto a la sobrecarga femenina en tiempos de crisis, han cobrado impulso las respuestas colectivas coordinadas con las familias y los servicios en retroceso.

Lo público y lo común en el cuidado

En estos entornos de crisis en los que vivimos se han abierto algunos debates en torno a lo público y lo común en el cuidado. De acuerdo con la visión más compartida se trata de pelear por no perder derechos y recursos defendiendo lo público como el sistema que a través del Estado ha garantizado de la mejor manera, si bien imperfecta e incompleta, un grado amplio y aceptable de bienestar basado en la redistribución de la riqueza. Lo público es lo de todos y para todos. Se rige o al menos aspira a regirse por criterios de justicia social y debe, sin duda, proporcionar normativas y recursos unificados y universales, más que apoyos monetarios, que puedan generalizarse al conjunto de la población y no sólo a sectores excluidos y vulnerables. Su imperfección reside así en sus límites; por eso debe crecer y ampliarse.

La crítica a las políticas de alivio de la pobreza o las iniciativas focalizadas, muy comunes en América Latina durante la etapa neoliberal, pero también después con los gobiernos progresistas, han sido parte de estos debates6. El sistema público, en esta aproximación, debe ser un sistema integrador y nivelador de las desigualdades que prevalecen en sociedades capitalistas y debe, tal y como apuesta el feminismo, expandirse a los cuidados generando más servicios pero también más permisos para cuidar. Esto implica cuestionar su supeditación respecto a los dictados del mercado o su preferencia por las mujeres en esquemas de conciliación, hecho que contribuye a situarlas en desventaja. La regulación de los permisos iguales e intransferibles se entiende como parte de un principio de corresponsabilidad que implica al Estado y a los integrantes de las familias en pie de igualdad.

Se deduce entonces de esta visión que el ámbito comunitario no es una opción a potenciar en la medida en que resta responsabilidad al Estado, que es quien debe asumir tareas de cuidado a través de servicios y regulaciones con un alto grado de cobertura y generalización. Más allá de que distintas colectividades u ONGs puedan dar una respuesta de urgencia, como estamos viendo en Europa con la crisis de los refugiados, con el acogimiento de mujeres violentadas, con sistemas paralelos de atención sanitaria a sin papeles o con redes de apoyo a personas desahuciadas, se entiende que los riesgos sociales que entraña el austericidio deberían hacernos repensar la inhibición del Estado (en su propia privatización) y el papel que ésta juega a la hora de acrecentar dichos riesgos. Reclamar una mayor presencia del Estado y, en todo caso, repensar la forma en que se establece dicha presencia, es parte de la politización feminista de los cuidados y de la recuperación de la capacidad política para el Estado. El recentramiento del Estado en algunos países latinoamericanos, y de su mano la constitucionalización y la creación de sistemas nacionales de cuidados ha sido parte de esta hoja de ruta en los últimos años7.

Existe otra mirada, que no está exactamente contrapuesta a la anterior, que entiende la defensa de lo público como un proceso de lucha desde el que se redefine y reapropia lo común desde el territorio. Aquí el énfasis no es estrictamente finalista, rehabilitar al Estado como canalizador y gestor de franjas cada vez mayores de la reproducción, sino que se detiene en las pugnas, las demandas y los espacios en tanto ámbitos de definición, participación e incluso gestión de lo público que se producen desde abajo. Estas actuaciones estarían animadas por grupos concretos en contextos situados que en el curso de la acción se conforman como comunidades (profesores, estudiantes, personal sanitario, pacientes, familias, afectados, etc.). Las guerras del agua y otras experiencias latinoamericanas de reclamo de vías, recursos y territorios durante los 2000 fueron de gran inspiración para esta visión, que antes, en la década de 1990, había encontrado su anclaje en el zapatismo y en experiencias previas de la autonomía. Otros ensayos europeos en torno al cuidado y la defensa del bien común ante desastres medioambientales o  humanitarios también alentaron esta perspectiva.

Al igual que comunes como el agua, la tierra o la naturaleza, asociados a modos de vida en situación de riesgo o expropiación, el conocimiento y el cuidado, productos de la actividad y los modos de socialización, forman parte de los comunes a defender8. Estos bienes y relaciones se producen y/o instituyen con la intermediación del Estado, del mercado y de la familia. Muchos de los que adoptan el lenguaje de los comunes –materiales o inmateriales– defienden que lo común no es lo público. Silvia Federici9, sin ir más lejos, sostiene que éstos forman un sistema de gestión que no es ni público ni privado, recayendo su administración en una colectividad. Raúl Zibechi10 señala que no es casual que estos bienes se hayan preservado de mejor manera allí donde estaban resguardados por comunidades. Cierto es que la gestión comunal no es un vestigio del feudalismo europeo sino que sigue existiendo hoy en muchos lugares del planeta, sin embargo, por mucho que aspiremos a convertirla en palanca política, difícilmente aparece sin mediaciones.

En esta segunda aproximación, emerge con mayor claridad la idea de comunidad y, por lo tanto, la de cuidado comunitario o cuidado en lo comunitario. En la medida en que éste no puede ser únicamente transferido al Estado a través de servicios, y en la medida en que no puede descansar únicamente en manos de las mujeres, se abre este escenario, junto o en tensión con los anteriores. En el ámbito comunitario se definen y delibera sobre los actores, maneras, espacios y valores para su ejecución, pero también, y a través del hacer, se formulan demandas vinculadas con la justicia, el reparto, la toma de decisiones y la responsabilidad social a distintos niveles. Experiencias muy disímiles podrían ubicarse bajo esta categoría: Abuelas e Hijos de la Plaza de Mayo en Argentina, madres comunitarias en Colombia, personas de sabiduría que garantizan la sanación y atención en comunas indígenas de la región andina, bancos de tiempos en ciudades europeas o usuarios que cuidan a los suyos en entornos deficitarios y reclaman atención por parte del Estado en Europa y América Latina. Aquí encontramos distintas configuraciones: comunidades políticas que integran prácticas de cuidado como parte de su actuación, comunidades que cuidan o asumen sistemas socializados de atención, comunidades que se constituyen para demandar cuidados a actores institucionales y, por último, comunidades que hacen de la socialización del cuidado y la reproducción una forma de subsistencia ante la falta de alternativas en entornos urbanos empobrecidos. La dimensión política de estas colectividades situadas se activa por distintos medios, ya sea por la amenaza a sus formas de vida y el deseo de pervivir, como estamos viendo en la Amazonía ecuatoriana cada vez más cercenada por las concesiones petroleras, ya sea por la falta de atención pública o porque en la resolución de los problemas cotidianos emerge una conciencia y capacidad de agencia que transforma a sus protagonistas, principalmente mujeres,  en nuevos actoras políticas.

Ambas perspectivas han merecido justificadas objeciones. Si la primera ha sido criticada por no cuestionar suficientemente la divisoria público/privado, por instituir soluciones homogeneizadoras y normativas en el Estado en lo tocante a la sexualidad, la familia o los denominados dependientes o por entronar un modelo de atención funcional al mundo asalariado y sus intereses de clase, la segunda ha sido impugnada por idealizar las comunidades no reconociendo las desigualdades en su seno (¿acaso es común la comunidad?), por justificar ideológicamente la dejación de responsabilidades públicas y la privatización haciendo de la necesidad virtud y por no constituyen derechos y marcos garantistas. A esto David Harvey11 añade una crítica pertinente referida a las escalas. Aunque él no utiliza este ejemplo, cabría decir que una cosa es gestionar el cuidado entre amigos o afines en un vecindario y otra articular sistemas locales, regionales y nacionales de cuidados.

Otra crítica estimulante, más bien dirigida hacia el eje público-estatal, es la que hacen Christian Laval y Pierre Dardot12, que plantean la contradicción entre unos servicios públicos que aspiran a la universalidad pero un sistema de gestión que reside en la divisoria funcionarios y usuarios o consumidores. Universalidad, para estos autores, no debería contraponerse a participación directa a través de lo que llaman “praxis instituyente”, una praxis que debería evitar la congelación burocrática.

En todo caso, y teniendo presente estas críticas, las iniciativas municipales y vecinales, no necesariamente polarizadas en el eje público-estatal/público-comunitario, parecen ser un buen terreno para escalar niveles y ensayar propuestas. Bien es cierto que en algunos países latinoamericanos, Uruguay a la cabeza, las apuestas más bien parecen haberse dirigido hacia la conformación, desde arriba, de sistemas nacionales de cuidado. Como explica Salvador: “un conjunto de acciones públicas y privadas que se desarrollan en forma articulada para brindar atención directa a las personas y a las familias en el cuidado de su hogar y de sus miembros” (pág. 17)13. Estos dos enfoques y sus hibridaciones, diálogos y tensiones productivas bien pueden servir de palanca para la acción. No en vano, muchas de las propuestas públicas en el Estado nacieron a partir de prácticas comunitarias, hecho que no elimina la cesura entre estos espacios y sus lógicas históricas de actuación.

El cuidado y la subversión de la comunidad

Hace ya más de dos décadas, Selma James y Maria Rosa dalla Costa escribieron un pequeño libro titulado _Donne e sovversione sociale_, traducido como El poder de las mujeres y la subversión de la comunidad. Era el año 197114. En este apasionante texto atacaban duramente la fabricación capitalista del ama de casa, pero también la emancipación de las mujeres a través de la incorporación al mercado. Las autoras, participantes también junto Silvia Federici o Leopoldina Fortunati en la campaña para el salario del ama de casa, reconocen desde su ubicación industrial italiana que la comunidad obrera está escindida en la medida en que se basa en la separación de los hombres de las mujeres, los viejos y los niños, y alertan del peligro de contentarse con los comedores colectivos de la Fiat. Merece la pena escuchar lo que planteanban:

“… al pedir un comedor colectivo en el vecindario sin integrar esta demanda a una práctica de lucha contra la organización del trabajo, contra el horario de trabajo, corremos el riesgo de dar impulso a un nuevo salto que, en de la comunidad, no regimentaría más que a las mujeres con algún trabajo tentador, de manera que tuviéramos entonces, a mediodía, la oportunidad de comer porquerías colectivamente en el comedor. Queremos hacerles saber que éste no es el comedor que deseamos, ni guarderías y centros de recreos para niños, del mismo orden. Queremos también comedores y guarderías y máquinas de lavar ropa y lavaplatos, pero además queremos alternativas: comer en privado con unas cuantas personas cuando lo deseemos, tener tiempo para estar con los niños, con los ancianos, con los enfermos cuando y donde nosotras elijamos. "Tener tiempo" significa trabajar menos. Tener tiempo para estar con los niños, ancianos y enfermos no quiere decir apresurarnos para hacerles una visita rápida en los garajes en que se estaciona a niños, viejos e inválidos. Significa que nosotras, las primeras en ser excluidas estamos luchando para que todas las otras personas que están excluidas -los niños, los viejos y los enfermos- puedan reapropiarse la riqueza social, se reintegren a nosotras y todos juntos a los hombres, sin depender unos de otros sino autónomamente, tal como las mujeres lo queremos para nosotras, puesto que su exclusión del proceso social directamente productivo, de la existencia social, ha sido creada como la nuestra, por la organización capitalista”.

Subvertir la comunidad es, primero, volver a anudar las brechas que la atraviesan, y segundo, irrespetar la disciplina re/productiva con sus toques de queda, sus separaciones, distribuciones y lógicas. Más que idealizar la comunidad como espacio igualitario, lo que encontramos aquí es la necesidad de crearla, y crearla a través de la recuperación de espacios-tiempo comunes en los que el sostenimiento cotidiano entre la gente no sea un aparte.

Una reciente polémica en España en torno a una diputada, Carolina Bescansa, que entró con su bebé en la primera sesión del nuevo parlamento tras las pasadas elecciones del 20 de diciembre de 2015 podría servirnos para repensar el problema desde un planteamiento actual, en esta ocasión sureuropeo. Este gesto no habría suscitado mayores problemas si la diputada en cuestión se hubiera limitado a visibilizar los cuidados y reclamar escuelas infantiles, pero lo que ella dijo, además, es que quería criar con apego y que eso implicaba llevarse a la criatura con ella. Algunas de las que protagonizaron las luchas feministas durante la transición y contribuyeron a instituir el feminismo en el Estado desde la década de 1990 criticaron duramente el gesto en las redes. “¡Bescansa descansa!” o “¿dónde está el marido de Bescansa?”, fueron algunas de sus recriminaciones. A esto siguieron críticas al “neofeminismo” y a la crianza con apego, que no sería sino una vuelta a los tiempos en que las mujeres debían de cuidar sin falta aun en el puesto de trabajo. Criar con apego es para estas feministas instaurar una nueva normatividad maternalista o incluso una promesa de élite. Tal y como señalara Beatriz Gimeno15, esta discrepancia ilustraba una diferencia generacional (aunque no sólo) entre quienes tuvieron que cuestionar la maternidad y el cuidado como destino incorporándose a la vida pública y quienes han dejado de creer en el modelo vigente de emancipación femenina a través del empleo porque su inserción en el mismo les empuja a la precariedad y apenas sí pueden crear un hogar propio.

Independientemente de las críticas que se puedan hacer a esta corriente del apego, muy limitada al duo maternal, o a los modos de interpretar el gesto de la diputada conviene aferrar algo que no debería limitase a recrear el consabido “que cada cual crie o cuide como quiera”. Me refiero al impulso de deshacer el orden del mercado y de la política, su modo de organizar espacios, disponer tiempos, distribuir sujetos y afianzar maneras legítimas de cuidar. El apego puede ser perfectamente convencional e individualizador (yo y mi criatura), y llevar al niño al parlamento también, pero no lo es, como ya advirtieran James y dalla Costa, si va unido a una lucha y si esa lucha rehace y subvierte una comunidad que se hace cargo y autodetermina sus propias condiciones de existencia. Hacer presente a personas cuidadoras y cuidadas en la vida pública puede ser una performance transitoria pero puede ser, también, la afirmación de un aquí y ahora. Hacer efectiva una comunidad política para el cuidado no es simple demanda, un reclamo de madres, ni siquiera de padres, una exigencia de guardaniños para que todo fluya mejor, sino la irrupción de una posibilidad feminista: la emergencia de una comunidad política en el cuidado.

El camino para la consecución de esa comunidad, ¿comunidades?, política en el cuidado está a debate, tanto en lo que se refiere a su escala, a su carácter diverso o unificado, a sus hibridaciones, a sus formas de (auto)gestión o a su capacidad de deshacer las desigualdades que siempre se han cruzado en el sostén. Podemos hablar de responsabilidad pública colectiva, podemos incluso intuirla, detectarla, corresponderla poéticamente en su fragilidad como hace Eva Fernández16, para seguir, de veras, en conjunto, preguntando: ¿qué implica esto a día de hoy en nuestras distintas y desiguales sociedades?
 


 

  1. Carbonell, M., Gálvez, L. Y Rodríguez, P., “Género y cuidados: respuestas sociales e institucionales al surgimiento de la sociedad de mercado en el contexto europeo”, Areas. Revista Internacional de Ciencias Sociales, 33, págs. 17-32.
  2. Federici, S., Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Traficantes de Sueños, Madrid, 2010.
  3. Foucault, M., Vigilar y castigar, Madrid, Siglo XXI, 1986. Donzelot, J., La policía de las familias, Valencia, Pre-textos, 1979. Clark, K. Género, raza y nación: La protección a la infancia en el Ecuador (1910 – 1945), Herrera, G. (ed.), Antología de estudios de género, Quito, FLACSO-ILDIS, 2001, pp. 183-210.
  4. Fraser, N. y Gordon, L., “A genealogy of dependency. Tracing a key-word of US Welfare State”, en Fraser, N.: Justice Interruptus. Critical Reflections on the Post-socialist Condition, Nueva York, Routledge, 1997, págs. 121-149.
  5. Lind, A., Gendered Paradoxes: Women´s Movements, State Restructuring, and Global Development in Ecuador, Pennsylvania,  Pennsylvania State University Press, 2005.
  6. Valeria Esquivel (coord.), La economía feminista desde América Latina: una hoja de ruta sobre los debates actuales en la región, GEM_LAC/ ONU Mujeres, Santo Domingo, 2012.
  7. Ver textos en Vega, C. Y Gutiérrez, E. (eds.) Nuevas aproximaciones a la organización social del cuidado. Debates latinoamericanos, Iconos, 50.
  8. Cielo, C. Y Vega, C. “Reproducción, mujeres y comunes. Leer a Silvia Federici desde el Ecuador actual”, Nueva Sociedad, 256, marzo-abril 2015, págs. 132-144.
  9. https://www.diagonalperiodico.net/cuerpo/creo-sigue-teniendo-lugar-caza-brujas.html
  10. http://www.jornada.unam.mx/2013/03/22/index.php?section=opinion&article=031a1pol
  11. https://www.diagonalperiodico.net/global/no-hay-nada-malo-tener-huerto-comunitario-pero-debemos-preocuparnos-comunes-gran-escala.html
  12. http://www.elestadomental.com/diario/por-una-crianza-social
  13. Dardot, C. Y Laval, P., Común, Barcelona, Gedisa, 2015 y http://www.eldiario.es/interferencias/Laval-Dardot-comun_6_405319490.html
  14. Salvador, Hacia un sistema nacional de cuidados en Uruguay, CEPAL ‐ UNFPA, 2010.
  15. 
James, S. y dalla Costa, M.R., El poder de las mujeres y la subversión de la comunidad, México DF, Siglo XXI, 1972.
  16. http://www.pikaramagazine.com/author/beatriz-gimeno/

 

 

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