Las Furias de José de Ribera son una serie de cuadros del barroco pleno español que muestran por su tamaño, por su violencia y por su expresividad las terribles consecuencias de cuestionar el poder del soberano, de Dios, del Estado. En ellas aparecen Tántalo, Tício, Ixión con rostros congestionados en medio de gritos inaudibles. Rebeldes contra los dioses que recibieron por su insurgencia, surgida del deseo, castigos horribles. Estas penalidades son ejecutadas por seres anónimos, alejados del centro del poder del que son mero instrumento. El soberano que orquesta la condena permanece oculto, pero su presencia es perceptible tras los brillos, tras la luz que alumbra las escenas. Es el sentido omnipresente de la pintura, es su dirección
Lo que torna en inquietante la experiencia de contemplar las pinturas no es lo desmedido del castigo, ni el dolor impotente del castigado, si su profunda e inconmensurable soledad. El individuo, otrora poderoso e indomable es prisionero de una irresistible fuerza que lo que lo somete. No hay resquicio para la huida solo desesperación. La simpleza de la exposición figurativa queda colmatada con una masiva presencia de dolor físico y mental, de pura e innoble derrota.
Las pinturas de Ribera continúan con una Mediterránea tradición de advertencia frente a las posibles rebeldías contra el poder. Desde los relatos llegados de ese oriente que fue la Creta del protohelenismo, hasta las recientes aportaciones de Ticiano. El mundo de lo expresivo, de lo artístico, de lo simbólico se había esforzado por mostrar las consecuencias de lidiar contra los dioses, de oponerse a sus designios, por muy despóticos, egoístas o arbitrarios que parecieran. La moraleja del poder era evidente, es precisamente en este exceso, en esta liberalidad despótica en que reside en supremo acto de la potencia divina. La razón de estado que expresarán Ticiano y Ribera anhela esa misma capacidad de exceso, de acumulación de poder, de disposición sobre los sujetos. Los soberanos tienen buenas razones para pretenderlo. El largo siglo XVII es el siglo de barroco, de las revueltas, el Iron Century. El siglo sin fin que depone reyes y emperadores, iglesias y sabidurías. Es desde luego el siglo del Estado, de la soberanía y del gobierno. El siglo XVII es el siglo en el que el Atlántico grita su existencia, enuncia su importancia, expone su potencia.
Si bien el barroco tiene un desarrollo fácilmente enraizable en los siglos humanistas, XV y XVI, su verdadera genealogía se remonta hasta el contractualismo material medieval. El contractualismo material fue ese proceso de despojo de las comunidades en detrimento de los aparatos de estado que dejó como resultas un individuo roto y desnudo, carente de comunidad y de familia, de derecho propio y economía colectiva. Individuo al que el estado con el monarca a su cabeza adoptó como súbdito. El barroco es el periodo en el que se constituyó como ciencia el gobierno de los individuos, de los súbditos en todo el espacio colonial atlántico.
Ese mismo individuo, residuo, homúnculo sujeto de gobierno es el que aparece en la sombras de Ribera. Ese ser despojado es a lo que se conocerá como persona, un artefacto del soberano plenamente construido para su funcionalidad mecánica y orgánica dentro del diseño social. Este nuevo concepto subjetivo no tiene parangón en la historia, es una auténtica ruptura entre el contenido y la acción, entre el sentido y la comunidad ¿Qué es la persona si no el espacio yermo que queda entre el ser y la praxis? ¿Quién es la persona si no ese Homo Sacer descrito por Agamben, ese ser sagrado y a la vez sacrificable, desnudo en su exposición al derecho precisamente por ser una producción del mismo?
El momento sacrificial en el que se conformó el Atlántico Ibérico, ese gesto abrahamánico que desangró a los judíos y a los moriscos para bendecir al Isaac cristiano, reveló como si fuera una imagen mística la forma de la nueva comunidad colonial. El contorno de la misma no se sustanciaría en el viejo mundo si no en el nuevo, bajo la forma redimida de los indígenas, los indios que tras penar por su propio apocalipsis encontrarían en la gracia del señor Jesucristo el reino de su salvación. La gubernamentalidad, como tecnología de gobierno y de gestión de la diversidad constituyó a los pueblos indios como inferiores pero a la vez como iguales y necesarios en el cuerpo político común de la cristiandad. El revelador gesto quedaba dispuesto: Es propiedad del estado, de sus aparatos el definir los métodos y procesos que permiten identificar la pertenencia o la exclusión a la comunidad. La iglesia queda como dueña del aspecto litúrgico que permite devolver el individuo al todo, rescatarle de la ruptura de su mundo, ya sea de las comunidades moriscas devastadas, o de las nahuatls aniquiladas. La ceremonia evangélica de conversión se torna en un pacto del individuo con Dios que de manera natural y pacífica se recorre por medio del estado, del reino, del imperio y de sus leyes. La iglesia es en la cultura ibérica la argamasa que dibuja la nueva relación de poder entre el individuo y el núcleo hegemónico todopoderoso: el estado.
Pero no podemos decir que esta nueva relocalización del individuo roto sea patrimonio del imperialismo ibérico. Como bien describe Marx en su capítulo de “El Capital” referido a la acumulación originaria, las estructuras de poder británicas; escocesa, inglesa, galesa, se erigen sobre la ruina de los comunes, sobre el despojo de sus tierras, sus economías y dignidades. Entre los escombros de las comunidades aniquiladas crece el sujeto excrecencia de la historia gloriosa de la burguesía: el individuo. A el se le concede la libertad, el derecho, de ser propietario nominal y momentáneo de lo que va a tener que vender si no quiere verse preso o muerto de hambre: su fuerza de trabajo. En este caso el capitalismo es el pegamento que constituye los vínculos entre el individuo y la sociedad.
En ambos procesos emerge una oscura figura, constituida a partir de normas, de leyes, de reglamentos, de pactos y de contratos. Una entidad artificial capaz de contener a la nueva tipología de individuos que conforman en el cuerpo social, los que serán objetos de gobierno, sujetos de gubernamentalidad o instrumentos de esta. Un objeto vivo definido desde los espacios convergentes entre las Teologías, el Derecho, la Filosofía, la Economía y la Antropología. Este autómata construido por el poder es “La persona”. Una entidad individual y colectiva, sin un sentido concreto prefigurado que en encuentra su rasgo definitorio en el haber sido enteramente configurado científicamente desde las modernas doctrinas de policía.
La persona se convierte en centro de las principales reflexiones europeas que impliquen nociones de gobierno. Es el objeto y el sujeto de su ciencia política, su campo de experimentación. El ciudadano, el propietario, el esclavo, la mujer, el niño, el viejo, el preso, el proletario, todas las categorías que derivan lo humano son productos de este proceso maquínico capaz de agenciar las subjetividades pasadas, las presentes y las periféricas para construir los sujetos segmentarizables del mañana.
La persona, como concepto siempre tan complejo, ofrece en su etimología (griega) su definición mas evidente: mascara. Se trataba del objeto fundamental para la representación teatral, para que un ser concreto pudiera mostrarse ante las otras personas como otro. Máscara se torna entonces en la metáfora material rol, es la persona por lo tanto la rostridad representacional de algo irreducible a un significado. Una estética, un conjunto de atribuciones artificiales surgidas para proyectar una imagen ante el resto.
La persona no es el individuo, jurídicamente hablando la persona es aquel ente que ocupa un espacio en el teatro de lo real. Es un rol, un conjunto de funciones delimitadas bajo una forma. La metáfora de la tantas veces recordada de que en la etimología del concepto de persona viene la clave de su misma comprensión. Es un órgano del cuerpo colectivo. Tan persona es la esclava violada como la corporación que organiza la colonización de Virginia.
La persona es un estado definido por sus capacidades legales y jurídicas, por sus aptitudes a la hora de obrar. La persona es o no es titular de derechos dependiendo no de un carácter moral inalienable, si no que depende en exclusiva de su cualidad, algo que le viene dado por convenio humano. Es un artificio que se mantiene a día de hoy, donde en los territorios de cualquier país unas personas y no otras son acreedoras de derechos políticos, sociales y económicos (aunque algunas personas colectivas se instituyan como elegidas).
Estas personas, en sus versiones mas abstractas, “propietario”, “ciudadano”, serán las protagonistas de las revoluciones liberales del ámbito atlántico. Los revolucionarios predicaron con ahínco la fe en la conversión de las viejas tipologías a las nuevas. Una nueva categorización, una nueva tipología, una nueva persona implicaba una nueva relación del poder del sujeto con la autoridad. En este caso el esquema para las élites no podía ser mas tentador: la debilidad del nuevo sujeto, la fortaleza de que la autoridad gozaba en el nuevo esquema extendió rápidamente esta conformación social por todas las regiones sometidas al ámbito hegemónico europeo. El planteamiento esquemático de la relación entre individuo con autoridad soberana será compartido por la mayoría de las formas de gobierno derivadas de la ilustración: desde los nacionalistas, a los democráticos, de los totalitarios a los jacobinos, todos comparten un mismo esquema de comprensión, donde la persona, termina por ser un objeto al servicio del estado.