El Gobierno ha presentado hace unos meses una nueva Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana destinada a sustituir la de 1.992, más conocida como Ley Corcuera o Ley de la patada en la puerta[1]. La sociedad civil ha apodado a este anteproyecto de ley, con extremado acierto, Ley Mordaza. Mordaza porque su objetivo fundamental no es garantizar nuestra seguridad, sino liquidar la libertad de expresión, reunión y manifestación de la ciudadanía.
A simple vista el nombre de la ley es perfecto: ¿Quién puede estar en contra de que los ciudadanos nos sintamos seguros? ¿No es un idea maravillosa que el Estado garantice y proteja nuestra tranquilidad? El problema surge cuando sociedad y Gobierno diferimos radicalmente sobre qué circunstancias nos causan seguridad, y correlativamente, qué circunstancias nos causan inseguridad.
Si acudimos al último Barómetro del CIS publicado, de marzo de 2014, sobre los “Tres problemas principales que existen actualmente en España”[2], los datos arrojan que la ciudadanía sitúa la inseguridad ciudadana en el puesto 16º de nuestras preocupaciones, muy por detrás del paro, la sanidad, la situación económica y social, la educación, la corrupción, la política y los políticos, la administración de justicia, ¡E incluso detrás del propio Gobierno!
El CIS no miente: A los ciudadanos y ciudadanas nos preocupa perder el trabajo o no encontrar uno; nos preocupa la calidad de la atención sanitaria que recibimos; nos preocupa no estar lo suficientemente formados para obtener un trabajo digno; nos preocupa poder pagar a fin de mes la hipoteca o el colegio de los niños; nos preocupa, además, que no haya fondos para sufragar estos servicios.
Porque a la ciudadanía lo que le causa auténtico pavor es que no se protejan los derechos sociales y económicos fundamentales: Sanidad, Educación, Trabajo y protección social, Vivienda… Y aunque es nuestro Estado, social y democrático de Derecho, el que debería promover la aplicación de estos derechos para toda la población, es justo el Estado el que los ha abandonado y minado con su política económica de austeridad (Los recortes, para más inri, también están por encima de la inseguridad ciudadana en el CIS). El Estado es, en definitiva, el verdadero causante de la inseguridad de los ciudadanos.
Frente a esta precariedad de derechos colectivos, la sociedad se ha levantado en protesta con todas las formas de expresión pública que se le han ocurrido. Primero de manera ordenadamente institucional mediante pulcras manifestaciones y después con formas cada vez más audaces y vistosas: ocupaciones de sucursales bancarias, muros humanos ante los desahucios, despliegue de pancartas en edificios públicos, escraches, concentraciones ante el congreso o en días de reflexión electoral... Y aunque el Gobierno ha intentado reprimir esta expresiones legítimas de disidencia deteniendo y acusando penalmente a sus autores no lo ha conseguido y éstos han sido sistemáticamente absueltos.
Pero el Gobierno sigue erre que que erre con acallar estas voces críticas con sus medidas político-económicas, por lo que profundiza en la vía de la represión administrativa. Sustituir la condena penal por una multa administrativa es una forma muy eficaz de reprimir las conductas que revelan las verdaderas consecuencias de sus políticas: Suscita menor recelo internacional al cambiar el porrazo y la cárcel por la multa y el embargo; desincentiva a los y las ciudadanas en peor situación económica; le quita el halo romántico de la desobediencia civil y, para colmo, hasta recauda dinero. Esta nueva ley debería más bien denominarse Ley de Protección de la Tranquilidad del Gobierno frente a la Ciudadanía.
De ahí que la inmensa mayoría de las nuevas infracciones recogidas en este Anteproyecto (que no existían en la anterior ley) son un simple catálogo de acciones de protesta ya vistas en el pasado pero que no pudieron ser castigadas por la vía penal.
Con todo, lo más perjudicial de esta ley no es este catálogo ad hoc de infracciones que limitan la libertad de expresión o reunión de los ciudadanos, sino el reforzamiento de las facultades coercitivas de la Administración para sancionar y, de paso, proteger su propia actuación en muchas ocasiones ilegal.
Si ya nuestra Administración goza ahora de unas facultades exorbitantes a la hora de imponer sanciones (la Administración es juez y parte en el procedimiento; los agentes gozan de autoridad para retener, identificar y detener; su palabra tiene valor probatorio; los plazos de alegaciones y recursos deben cumplirse a rajatabla; el recurso judicial frente a las sanciones exige el pago previo de tasas; el propio tamaño y poder de la Administración, etc) ahora la asimetría y desigualdad entre Administración sancionadora y ciudadano sancionado se acentúa aún más:
Las masivas críticas que esta propuesta de Ley ha recibido desde todos los sectores (Políticos, sindicales, sociales y judiciales) incluyendo las de los grupos más afines al propio Gobierno como el Consejo Fiscal o las asociaciones más conservadoras de jueces, hacen prever que los artículos más polémicos no serán finalmente recogidos en la ley definitiva. Pero no podremos conformarnos ni satisfacernos con esa victoria pírrica por haber ganado unos artículos; en esta ley se está introduciendo una nueva concepción y nuevos límites a las libertades de expresión, reunión y participación en cuestiones de interés común. Toca pararla a toda costa.
Alejandro Gámez Selma.