Incómodo ventilador

Pasado, presente y futuro de la rumba; una música, acaso, conflictiva.

30/11/13 · 9:00
Edición impresa
Txarly Brown, autor de 'Achilibook'

Texto del colectivo De la mar el mero
La rumba toma nuevo sitio, se expande, pierde el estigma, es reconocida, vuelve a la calle a la vez que llama a la puerta de la institución... y si se puede hablar de un nódulo por donde toda ella pasa es, sin duda, Txarly Brown. Su última (o quizá ya penúltima) idea ha sido componer una especie de historia gráfica, a la que ha llamado Achilibook.

Pista 1. En Txarly Brown cabe toda la rumba, literalmente toda, su pasión por el género es tal que no hay rumbero suficientemente marginal o central ni rumba lo suficientemente rara para no despertar su interés. Cualquier cosa cercana a la rumba es acogida por él respetuosa, cálidamente. No toma partido, y es que, si la rumba es un bien de interés cultural general, no hay necesidad de criba; toda ha de ser tesaurizada.

Y sin embargo, con todo lo bien que suena el proyecto, no podemos evitar pensar que, así como no es lo mismo un gitano de Gràcia que un merchero de El Pozo del Tío Raimundo o un chavalillo que frecuenta Lavapiés. Sus músicas, aunque todos –pongamos por caso– hicieran rumba, son distintas. Es decir: la neutralidad que acompaña a la rumba en la actualidad abre un campo de posibilidades que puede llevar a derroteros con distinto potencial musical y discursivo. Y es que, si nuestro baile no es capaz de incomodar, mejor no mover la cadera.

Pista 2. Madrid años 70. Cuando acercamos la lupa a toda la producción musical que se desarrolla en Madrid a partir de los 70 bajo la etiqueta de rumba advertimos que lo que llamamos rumba no es más que una serie de ritmos y sonoridades basadas en la tradición flamenca gitana con una influencia de la música afroamericana, donde el funk, el soul, el disco y el rock, se entrelazan con los palos más festivos del flamenco; a la sazón: la rumba y el tango. De ahí que coloquialmente se haya podido hablar de “tango arrumbao”, “rumba suburbial”, “sonido del pozo” o “sonido caño roto”.

Sin embargo, lo innegable es la conexión de esta expresión musical con la realidad que estos artistas viven en su cotidiano. Conexión que, grandes producciones mediante, no logran taimar –acaso por cuestiones artísticas, comerciales, o simple imposibilidad–. La realidad de los gitanos y mercheros de El Pozo del Tío Raimundo (Los Chichos, Los Chunguitos, Los Calis…) o del barrio de Caño Roto (Los Chorbos, Aurora y El Monas…) es palpablemente marginal. Allí, raza y clase levantan y fortifican día a día fronteras de subalternidad. Y los conflictos de dicha subalternidad aparecen en primer plano en las letras de las canciones: el amor, siempre, a quemarropa; la droga, la delincuencia, la cárcel… Temáticas de toda una serie de discos de imposible recuperación por la cultura hegemónica pese a la evidencia de éxito comercial.

PISTA 3. Barcelona, 60. Sobre los gitanos de Gràcia no caía el mismo estigma que sobre los del Pozo, por ejemplo. La película de Rovira Veleta, Los Tarantos, sigue siendo un mapa estupendo de la diferencia de estatus que entre los gitanos de centro y de periferia existía en Barcelona. Gràcia no era el Somorrostro, sus gitanos eran “de los honrados” –el racismo siempre se taima cuando el dinero desborda la raza–. Quizá por eso, dado que la rumba catalana tuvo a Gràcia como emblema, el fenómeno fue de un signo contrario al de Madrid.

En las canciones de Peret aparecen figuras inimaginables en los Chichos, como “el portero de mi casa”. Desaparecen otras como la policía, la putas o la droga. Tampoco el amor es el mismo. Con esto no queremos decir que Peret y el resto no sean gitanistas o ignoren la represión, en absoluto, pero la comunidad a la que se dirigían no necesitaba oír historias de enfrentamiento antagónico con los castellanos. Prefería, como a veces ocurre en las comunidades subalternas, no tocar ciertos temas, por puro miedo interiorizado. O quizá es que su público no era mayoritariamente gitano o arrabalero, como lo era en el caso de Madrid.

Con todo, la rumba gitana catalana, desde su comienzo, adoptó ritmos de los afroamericanos caribeños, descendientes, recordemos, todos ellos de esclavos. Como decíamos en Madrid, puede ser casualidad, pero, de no serlo, la opción es claramente política.

Pista 4. El mapa actual es bien complejo, tanto, quizá, que ni el mismo Brown se ha atrevido a introducirlo en el libro. La rumba ha estallado, y parece que cualquiera puede hacer uso de ella sin preguntarse de dónde viene. De ser una toma de conciencia cultural de una comunidad ha pasado a un recurso musical neutro. El mapa parece que es el siguiente (no sabemos si Brown estará de acuerdo): hay una recuperación desde el mainstream exclusivamente “payo” con formas en cierto modo variables que se mueven desde la apuesta puramente neo-hippie de Chambao a apuestas de estética “más canalla” como las de Melendi o Estopa. Existe, por otro lado, aunque en ocasiones se tope también con lo mainstream, una rumba metropolitana, heredera en cierto modo de la línea de bohemia urbana que culmina en Gato Pérez pero que entronca de lleno en las derivas de lo que se denominó mestizaje; deriva profundamente pegada al culto de sí misma (ver La troba Kung-fu, Ojos de Brujo, Canteca de Macao, La Pegatina...). Otra, bien extraña, es toda la producción musical que se da en la actualidad, que parte desde la misma comunidad gitana para uso exclusivo de la misma (ver el Nouno o los Sinay). Un tema aparte es lo que vamos a llamar la onda Radio Olé, un verdadero sonido de laboratorio, pero que con un marcador de clase muy definido: es casi patrimonio de canis y chonis (ver El Barrio o Aldeskuido). La última sería una deriva, que gente como Pantanito llama “neocalorrismo”, y que podría definirse como la recuperación de toda la actitud y posición de la rumba gitana madrileña pero con las herramientas ofrecidas con la catalana. 

El problema de todo esto es si alguna de estas derivas es o será capaz de mantener el pulso de posicionamiento de unos subalternos frente a la cultura hegemónica que, en sus inicios, tenía. Es cierto que el capitalismo fagocita todo conflicto con su capacidad, al parecer infinitamente plástica, de hacer convivir lo antagónico, que ese mito del ecumenismo es central en su maquinaria, pero sería una pena que una música con esos ecos tan callejeros y tan de abajo acabe claudicando de mostrar conflicto.

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